¿Hacia dónde se dirige el mundo?
El nuevo milenio ha comenzado con dos crímenes monstruosos: los atentados terroristas del
11 de septiembre y la respuesta a los mismos, que a buen seguro se ha cobrado un número
mucho mayor de víctimas inocentes. Las atrocidades del 11 de septiembre se han
considerado un acontecimiento histórico, y es cierto. Pero deberíamos dejar claro por
qué.Esos crímenes representan quizá el más devastador tributo humano instantáneo
jamás pagado, a no ser en la guerra. La palabra 'instantáneo' no debería pasarse por
alto; es triste, pero cierto, que los crímenes no son en absoluto infrecuentes en los
anales de una violencia que se acerca mucho a la guerra. Las consecuencias son una de sus
innumerables ilustraciones. La razón por la que 'el mundo nunca será igual' tras el 11
de septiembre, usando la frase ahora tan en boga, es otra.
La dimensión de la catástrofe que ya ha tenido lugar en Afganistán, y lo que puede
venir a continuación, sólo se puede
suponer. Pero sí conocemos las proyecciones en las que se basan las decisiones
políticas, y a partir de éstas podemos entender un poco la pregunta de hacia dónde se
dirige el mundo. La respuesta es que avanza por sendas muy trilladas. Incluso antes del 11
de septiembre, millones de afganos se mantenían -apenas- gracias a la ayuda alimentaria
internacional. El 16 de septiembre, el New York Times informó de que Washington
había 'exigido la eliminación de los convoyes que suministran buena parte de los
alimentos y otros bienes a la población civil afgana'. No se detectó ninguna reacción
en EE UU o Europa a la exigencia de que una enorme cantidad de desposeídos fuesen
sometidos al hambre y a una muerte lenta. En las semanas siguientes, el principal
periódico del mundo informó de que 'la amenaza de ataques militares ha obligado a
evacuar a los trabajadores de las organizaciones de ayuda internacional y ha paralizado
los programas de ayuda'; los refugiados que llegaban a Pakistán, 'tras un duro viaje
desde Afganistán, describen escenas de desesperación y miedo en su país, mientras la
amenaza de ataques militares dirigidos por EE UU convierten la miseria que padecen desde
hace tiempo en una potencial catástrofe'. 'El país pendía de una cuerda de salvación',
dijo un voluntario evacuado, 'y acabamos de cortarla'.
El programa de alimentación mundial de Naciones Unidas, así como otras asociaciones,
lograron hacer algunos envíos de
alimentos a comienzos de octubre, pero, tras el bombardeo, se vieron obligados a
suspenderlos para reanudarlos más tarde a un ritmo mucho más lento, mientras los
organismos de ayuda condenaban 'sin paliativos' los lanzamientos aéreos de ayuda
estadounidenses, 'herramientas propagandísticas' apenas disimuladas. El New York
Times informó, sin comentarios, de que
se preveía que el número de afganos necesitados de ayuda alimentaria aumentaría en un
50% como resultado del
bombardeo, hasta llegar a 7,5 millones de personas. En otras palabras, la civilización
occidental basa sus planes en la suposición de que pueden provocar la muerte de varios
millones de civiles inocentes: no talibanes, sino sus víctimas. El mismo día, el líder
de la civilización occidental volvió a rechazar con desdén las ofertas de negociación
hechas por los talibanes y su petición de que les dieran pruebas creíbles que
sustentasen las exigencias de capitulación. Su postura se consideró justa y adecuada,
quizá incluso heroica. El relator especial de la ONU para el Derecho a la Alimentación
rogó a EE UU que acabara el bombardeo, que estaba 'poniendo en peligro la vida de
millones de civiles', y renovó el llamamiento de la Alta Comisionada de Derechos Humanos
de la ONU, Mary Robinson, que advirtió de que se gestaba una catástrofe como la de
Ruanda. Ambos llamamientos fueron rechazados, como los de los principales organismos de
ayuda humanitaria. Y prácticamente no recibieron cobertura informativa.
La FAO había advertido a finales de septiembre de que más de siete millones de personas
podrían morir de hambre a no ser que se renovase inmediatamente el envío de ayuda y se
pusiese fin a la amenaza de acciones militares. Una vez iniciado el bombardeo, la FAO
avisó de que se iba a producir una catástrofe humana todavía más grave, de que el
bombardeo había interrumpido la siembra que proporciona el 80% de las provisiones de
grano al país, de forma que los efectos el año próximo serán todavía más graves.
Tampoco se publicó.
Estos llamamientos no hechos públicos coincidieron con el Día Mundial de la
Alimentación, del que también se hizo caso omiso, como de la acusación del relator
especial de la ONU de que los ricos y poderosos tienen los medios, pero no la voluntad, de
superar este 'genocidio silencioso'.
Los bombardeos aéreos han convertido las ciudades en 'ciudades fantasma', informaba la
prensa, y han destruido las fuentes de energía eléctrica y de agua, una forma de guerra
biológica. Se informó de que el 70% de la población había huido de Kandahar y Herat,
la mayoría al campo, donde, en tiempos normales, entre 10 y 12 personas mueren o quedan
lisiadas cada día por las minas. Esas condiciones son ahora mucho peores. Se han
suspendido las operaciones de desactivación de minas de la ONU y las armas
estadounidenses que no han explotado se suman a la tortura, especialmente la mortal
metralla de las bombas de fragmentación, mucho más difíciles de eliminar.
Si nos fiamos de los precedentes, sabemos que nunca se conocerá, ni se investigará, el
destino de estos desgraciados. Eso es algo que se reserva para las consecuencias de los
crímenes imputables a enemigos oficiales. En tales casos, la investigación toma en
consideración adecuadamente no sólo a los que han muerto inmediatamente, sino al número
infinitamente mayor de los
víctimas de las políticas que se condenan. En caso de investigarse, los criterios para
nuestros crímenes son completamente diferentes. Los efectos de los actos criminales no se
tienen en cuenta. Suceda lo que suceda en Afganistán, si se investiga, se culpará a
cualquier cosa -la sequía, los talibanes- menos a los que consciente y deliberadamente
han perpetrado unos crímenes que sabían que iban a causar una matanza masiva de
inocentes.
Sólo quienes desconocen la historia contemporánea pueden sorprenderse de ello. Al fin y
al cabo, las víctimas no son más que
'tribus incivilizadas', como dijo desdeñosamente Winston Churchill de los afganos y los
kurdos cuando pretendía, hace 80
años, usar gas venenoso para inspirarles un 'vivo terror'. Y tampoco en este caso
sabremos mucho de las consecuencias. Hace
diez años, Gran Bretaña tuvo la iniciativa de instaurar un 'gobierno abierto'. Su primer
acto fue eliminar del archivo público
todos los informes sobre el uso de gas venenoso contra las tribus incivilizadas. Si hay
que 'exterminar a la población indígena', que así sea, declaró el ministro de la
Guerra francés al anunciar, a mediados del siglo XIX, lo que se estaba haciendo, y no por
última vez, en Argelia. Es así de fácil. Lo que sucede ahora en Afganistán es
clásico, forma parte de la historia contemporánea. Es normal que suscite poco interés o
preocupación, y que incluso no sea noticia.
Los crímenes del 11 de septiembre son, de hecho, un punto de inflexión histórico, y no
por su magnitud, sino por su objetivo. Es la primera vez, desde que los británicos
quemaron Washington en 1814, que EE UU ha sido atacado, o incluso amenazado, en territorio
nacional. No debería ser necesario revisar lo que les ha sucedido a los que se cruzaron
en su camino o les desobedecieron en los siglos transcurridos desde entonces. El número
de víctimas es enorme. Por primera vez, las armas han apuntado en sentido opuesto. Es un
cambio histórico.
Lo mismo se puede decir, de manera más dramática, de Europa, que ha sufrido destrucción
asesina, pero por guerras internas.
Mientras tanto, las potencias europeas conquistaban buena parte del mundo de manera no muy
cortés. Con raras y limitadas
excepciones, no fueron atacadas por sus víctimas extranjeras. El Congo no atacó ni
devastó Bélgica, ni las Indias Orientales,
Holanda, ni Argelia, Francia. La lista es larga, y los crímenes, horrendos. No sorprende,
pues, que Europa se horrorizase ante las atrocidades terroristas del 11 de septiembre.
Pero, si bien éstas señalan un cambio drástico en los asuntos mundiales, la respuesta
no representa cambio alguno. Los líderes
estadounidenses y de otros países han señalado correctamente que enfrentarse al monstruo
terrorista no es una tarea a corto plazo, sino de larga duración. Por tanto, deberíamos
considerar atentamente las medidas a tomar para mitigar lo que se ha
denominado, en las altas instancias, 'el maligno azote del terrorismo', una plaga
extendida por 'depravados que se oponen a
la civilización' en 'una vuelta a la barbarie en plena edad contemporánea'.
Deberíamos comenzar por identificar la plaga y a los elementos depravados que están
haciendo que el mundo vuelva a la barbarie. La acusación no es nueva. Las frases que
acabo de citar son del presidente Reagan y su secretario de Estado, Shultz. El Gobierno de
Reagan llegó al poder hace 20 años y proclamó que la lucha contra el terrorismo
internacional sería el elemento central de la política exterior estadounidense.
Respondieron a la plaga organizando campañas de terrorismo internacional de una escala y
violencia sin precedentes, que provocaron incluso que el Tribunal de Justicia
Internacional condenara a Estados Unidos por 'uso indebido de la fuerza' y que una
resolución del Consejo de Seguridad hiciera un llamamiento a todos los países a observar
el derecho internacional, resolución vetada por EE UU, que votó también en solitario
con Israel (y en un caso, El Salvador) contra resoluciones similares de la Asamblea
General. La orden emitida por el Tribunal Superior de Justicia de que se pusiese fin al
terrorismo internacional y se pagasen sustanciales indemnizaciones fue rechazada con
desdén en todo el espectro de opinión; los votos de la ONU prácticamente no recibieron
cobertura informativa. Washington reaccionó multiplicando las guerras económicas y
terroristas. También dio órdenes oficiales a las tropas mercenarias de que atacasen
'objetivos fáciles' -objetivos civiles indefensos- y evitasen el combate, algo que
podían hacer gracias a que EE UU controlaba el espacio aéreo y proporcionaba un complejo
equipo de comunicación al ejército terrorista que atacaba desde los países vecinos.
Esas órdenes se consideraban legítimas siempre que cumpliesen criterios pragmáticos. Un
importante analista, Michael Kinsley,
considerado el portavoz de la izquierda en el debate general, sostuvo que no bastaba con
rechazar las justificaciones del
Departamento de Estado acerca de los ataques terroristas a 'objetivos fáciles': 'Una
política sensata debe soportar la prueba del análisis de costes y beneficios',
escribió, un análisis de 'la cantidad de sangre y miseria que se va a producir, así
como las
probabilidades de que allí emerja la democracia' ('democracia' tal como la entienden las
élites occidentales, una interpretación que los países de la región ilustran muy
bien).
Se da por sentado que se tiene derecho a realizar el análisis y emprender el proyecto si
se aprueban los exámenes. Y se
aprobaron. Cuando Nicaragua cayó por fin ante el asalto de la superpotencia, los expertos
de todo el abanico de opinión
respetable aplaudieron el éxito de los métodos adoptados para 'hundir la economía y
llevar a cabo una guerra a través de
intermediarios hasta que los exhaustos nativos depongan al Gobierno que se desea
derrocar', con un coste 'mínimo' para
nosotros, dejar a las víctimas 'con puentes destruidos, centrales eléctricas saboteadas
y explotaciones agrícolas arruinadas',
proporcionando así al candidato estadounidense 'una posibilidad de ganar': poniendo fin
al 'empobrecimiento del pueblo
nicaragüense' (Time). Estamos 'unidos en el gozo' por este resultado, proclamó
el New York Times, orgulloso de esta 'victoria
del juego limpio estadounidense', según un titular del periódico.
El mundo civilizado volvió a sentirse 'unido en el gozo' hace unas semanas cuando el
candidato de EE UU ganó las elecciones en Nicaragua después de que Washington advirtiera
seriamente sobre lo que pasaría si no ganaba. The Washington Post explicó que
el ganador 'había basado su campaña en recordar al electorado las dificultades
económicas y militares de la era
sandinista', es decir, la guerra terrorista y la estrangulación económica fomentadas por
EE UU y que devastaron el país.
Entretanto, el presidente nos instruyó sobre la única 'ley universal': todas las
variedades de terror y asesinato 'son malignas'
(a no ser, claro, que nosotros seamos los causantes).
Las actitudes que prevalecen en Occidente respecto al terrorismo se revelan con gran
claridad en la reacción provocada por el
nombramiento de John Negroponte como embajador ante la ONU para dirigir la 'guerra contra
el terrorismo'. El currículo de
Negroponte incluye su servicio como 'procónsul' en Honduras en los años ochenta, donde
fue supervisor local de la campaña
terrorista internacional por la que el Tribunal Internacional de Justicia y el Consejo de
Seguridad condenaron a su Gobierno. No se detecta ninguna reacción. Hasta Jonathan Swift
se quedaría sin habla.
Menciono el caso de Nicaragua sólo porque no es polémico, dadas las sentencias emitidas
por los más altos organismos
internacionales. Es decir, no es polémico entre aquellos que están mínimamente
comprometidos con los derechos humanos y las leyes internacionales. Podemos calcular el
tamaño de dicha categoría determinando con qué frecuencia se mencionan siquiera estas
cuestiones elementales. Y a partir de este sencillo ejercicio se pueden sacar sombrías
conclusiones sobre lo que se nos avecina si los centros de poder de ideología existentes
se salen con la suya.
El caso nicaragüense dista mucho de ser el más extremo. Sólo en la era Reagan,
terroristas de Estado patrocinados por EE UU dejaron en Centroamérica cientos de miles de
cadáveres torturados y mutilados, millones de lisiados y huérfanos y cuatro
países en ruinas. En los mismos años, las depredaciones surafricanas respaldadas por
Occidente causaron un millón y
medio de muertos y daños por valor de 60.000 millones de dólares. Por no hablar del
oeste y el sureste asiáticos, de
Suramérica o de tantos otros lugares. Y no fue una década especial.
Es un grave error analítico describir el terrorismo como un 'arma de los débiles', como
se suele hacer. En la práctica, el terrorismo es la violencia que Ellos cometen contra
Nosotros, independientemente de quién sea ese Nosotros. Sería difícil
encontrar una excepción histórica. Y, dado que los poderosos determinan qué es historia
y qué no lo es, lo que pasa los filtros es el terrorismo de los débiles contra los
fuertes y sus clientes.
Noam Chomsky es profesor de lingüística en el MIT. Este texto es un extracto de la Lakdawala Memoria Lecture, pronunciada en Delhi. © Noam Chomsky.